Ciencias Sociales, UNAB Sede Viña del Mar.
En lo tocante a la delincuencia, los sociólogos vienen manteniendo una polémica -soterrada o abierta- con los medios de comunicación masivos, especialmente con la televisión. Eso, durante mucho tiempo y de modo infatigable. ¿Cuál es la tesis? Es sencilla y se pretende esencialmente desmitificadora: que existe una “agenda mediática” centrada en el delito callejero, funcional a los más diversos intereses (invariablemente espurios); que azuza el miedo en el público, lo que equivale a decir que ese miedo es artificial, social y mediáticamente construido, puramente ilusorio, irredimiblemente ideológico; por si lo anterior no bastase, quienes caen bajo el hechizo del temor se vuelven “insolidarios”, desconfían -inexplicablemente- de los migrantes, de sus vecinos, de sus conciudadanos (la confianza “en el otro” parece ser, en este contexto, una palmaria demostración de virtudes cívicas: habla muy bien de usted que sea un “optimista callejero” y que se atreva a desafiar los miedos que la agenda mediática instila maquiavélicamente con sus noticiarios atiborrados de delitos; y si los desafía de noche, tanto mejor). O sea, el miedo lo vuelve a usted mismo un antisocial, cada vez más encerrado en su desconfianza y su egoísmo, proclive a votar por las iniciativas más reaccionarias o autoritarias, a idolatrar a la policía, a renegar de la democracia, etcétera. Esta es, a grandes rasgos, la tesis que numerosos sociólogos enarbolan cuando se discute la cuestión del delito y la sensación de
inseguridad en el público.
En general, esta es la perspectiva de los expertos, la que se contrapone a aquello que especialmente los franceses han llamado la opinión (la perspectiva de los que no son expertos, de los depositarios de la ignorancia y los saberes populares). Todo lo que sale de esta última es sistemáticamente descalificado. Algunos ejemplos: ¿Sensación de inseguridad? Respuesta del sociólogo experto: “Aparte de ser un constructo artificial, ese miedo, en última instancia, no se explica por el delito, sino por una incorrecta identificación de la causa real: el desempleo, el malestar subjetivo por las políticas neoliberales, el vértigo de la modernidad tardía (citando a Jock Young): ¡la sociedad del riesgo!”. ¿Se organizan los vecinos, vía whatsapp, para estar alertas y ayudarse mutuamente en casos de asaltos? Respuesta: “Mmm, no. Todo eso refuerza estereotipos clasistas, aumenta la guetización de la ciudad, convierte a los civiles en pseudo-policías fisgones y prejuiciosos: ¡vecinocracia!”.
No me estoy inventando respuestas. Están en la literatura criminológica sudamericana actual. Cuando van más allá de los muros de la academia, tales respuestas se traducen en una fórmula efectista: “Apague la tele”. Es decir, olvídese de problemas imaginarios. Afuera no está pasando nada de lo que le cuentan. Suena bien, hasta liberador, pero ¿es realmente así? Sucede que, en un determinado barrio cualquiera, la tele está apagada y ahora se escuchan más claramente los balazos y los fuegos artificiales narcos. Es decir, parece que sí está ocurriendo algo, más allá de percepciones y sensaciones inducidas por los medios. En el ejemplo, apagar la tele no está sirviendo para disipar el miedo; quizás, encendiéndola, lo neutralicemos por un rato.
Y, allá afuera, no sólo está ocurriendo algo, sino también mutando. Los guarismos se mueven con rapidez en las calles y no en sentido descendente. Las tasas de homicidios dolosos, en los últimos meses, son incomparables con las de hace una década. La agresividad, poder de fuego, de coordinación y hasta el exhibicionismo de las bandas criminales, también. Pretender que el miedo ante el delito es, en nuestras ciudades, el mero producto de la agenda mediática, de noticieros y matinales, revela un abierto desdén por las interpretaciones legítimas y empíricas de las personas que viven en “barrios conflictivos” y que, además, deben sufrir la irrupción constante de toda suerte de incivilidades contra las que no hay “Apague la tele” que valga.
Las élites intelectuales suelen hacer apologías de “lo popular”, salvo que se trate de “percepciones sobre la delincuencia” y violencias callejeras: en este caso las constataciones cotidianas de los directamente afectados por la depauperación de sus barrios y por el deterioro de sus rutinas, son asignadas rápidamente al ámbito de las “creencias”, o sea, al de la ideología y la conciencia falsa. Y es extraño, porque hasta las personas más simples son capaces de entender que una cosa es exagerar una circunstancia y otra muy distinta es crearla. Pero estas distinciones elementales suelen perderse en el fragor de la descalificación de aquello que se ha establecido como una simple creencia, es decir, como opuesta al saber de los expertos. Y mucho me temo que tampoco se percibe el momento preciso en que el “Apague la tele” deja de ser sólo un eslogan elitista, para convertirse derechamente en un agravio. Por lo mismo, no sorprende que la enorme distancia entre expertos y opinión se vaya ensanchando en la misma medida en que el discurso de los especialistas es crecientemente percibido como desfasado, elitista, anacrónico y, sea anatema, ideológico. Es el momento de empezar a preocuparse, pues la cultura del “Apague la tele” no está mostrando para los ciudadanos ninguna ventaja comparativa ante la respuesta contraria, esto es, la de hacer de la represión pura y dura no sólo una respuesta viable, sino mucho más inteligible para la mayor parte de la población. Una dosis de realidad siempre es de agradecer.
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