En el Seminario organizado por Facultad de Derecho de la U. Andrés Bello, Sede Viña del Mar, se compartieron cifras que muestran explosivo crecimiento durante y después de la pandemia, con los niños como principales víctimas de los acosadores.
El ciberacoso no es un juego, no es simplemente la presencia de alguien “insistente” por las redes sociales o dispositivos electrónicos. Sus antecedentes son más profundos, sus connotaciones son más intensas y sus consecuencias mucho más graves.
Y para abordar estos aspectos desde una perspectiva académica y científica, la Facultad de Derecho de la Universidad Andrés Bello, Sede Viña del Mar, organizó el seminario “Reflexiones sobre el ciberacoso desde la psicología y el derecho”.
Jornada íntegra
En la instancia se dialogó sobre el ciberacoso, con el objetivo de prevenirlo, empoderar a quienes son víctimas, promoviendo una cultura de responsabilidad y respeto.
Miriam Pardo Fariña, psicóloga y doctora en psicoanálisis, quien además es psicopedagoga y académica de la Universidad Andrés Bello, planteó que el ciberacoso es parte de los trastornos de personalidad que experimentan los seres humanos, lo que se ve acompañado de una llamativa agresividad.
En particular dirigió su mirada hacia el segmento adolescente, que aparece como uno de los más activos en este tipo de malas prácticas, que se ve agravado por el uso masivo de las “pantallas” que esconden riesgos “no menores” para los usuarios, en una etapa de la vida lleno de cambios y de definición de la personalidad.
Agresividad, sadismo, acoso y otras acciones que dejan a la víctima en una situación de inmovilidad, en donde lo más simple y lo más difícil a la vez, es cortar el vínculo con lo virtual, en un sistema que da “ilusión de continuidad” y en un contexto donde la propia exposición genera sentimientos de culpa en la víctima, la que limita su capacidad de enfrentar al agresor y reparar el daño.
Ciberacoso y el ciberbullying
Abraham Quezada, magíster y docente del área de Derecho Público en la Universidad Andrés Bello, hizo distinciones entre el ciberacoso y el ciberbullying.
El primero se da en distintas plataformas con el objetivo de atemorizar y humillar a sus víctimas sobre la base de imágenes hirientes, ofensivas e incluso falsas. Una agresión que deja huella digital, la que permite pesquisar a sus responsables, incluso cuando ocultan su identidad en perfiles falsos, o a través de mecanismos tecnológicos, como esconder direcciones IP.
El segundo es una subespecie del primero, cuya característica esencial es que el daño trasciende las pantallas y el contexto digital en donde nace y se desarrolla, siempre en un ambiente de comunidad educativa. Presenta particularidades propias y lamentablemente es habitual y cotidiano.
La abogada y magíster Karen Medina, académica de Derecho Público en la UNAB, destacó el incremento de este tipo de situaciones desde la pandemia, y que han tenido un alto impacto en el mundo escolar. “Ha sido una válvula de escape que se desarrolló mucho en confinamiento, debido al incremento de las comunicaciones virtuales, muchas de las cuales migraron a las pantallas de forma permanente”, apuntó.
La profesional destacó que “las redes sociales han sido poderosas armas que han atacado a millones de personas, especialmente niños y adolescentes, quienes son los más vulnerables”. Aquí, los menores y las mujeres aparecen en la primera línea como víctimas de la ciber violencia, según los datos entregados por la abogada, quien compartió los resultados de diversos estudios, especialmente los informes de la Superintendencia de Educación, que revela que los casos de ciberacoso aumentaron en un 148% en relación al período anterior a la pandemia, estadística negra que coloca a Chile en el lugar 22 del mundo en maltrato escolar, según estudios avalados por la Organización Mundial de la Salud.
¿Qué pasa con la legislación?
Acosadores que se ocultan en el anonimato, que actúan solos o en grupo, que buscan agredir y aterrorizar a sus víctimas, sin embargo y pese a la gravedad de estos antecedentes, la legislación chilena no tiene herramientas potentes para combatirlo, en relación con su volumen, crecimiento y daño, aseguró Medina.
“Ninguna normativa en Chile lo define explícitamente”, puntualizó la abogada, pese a que el Ministerio de Educación ha desarrollado diversos instructivos, materiales pedagógicos y manuales de respuesta.
Explicó que “el tratamiento legal viene de la ley 20.536 del año 2011, que estableció un marco conceptual tras un crecimiento de los casos de maltrato en la convivencia escolar”, con nuevos deberes para prevenir y articular mecanismos de abordaje de esta violencia.
Pese a esto, la falta de conocimiento público en cómo denunciar, las dificultades para identificar a los agresores y la ausencia de protocolos específicos, limita la capacidad de enfrentar de manera punitiva, ya que los manuales -a juicio de la académica- son insuficientes, pese a las políticas de prevención que realiza el Mineduc, que en su cuarta actualización anota 42 medidas.
Causas
Como antecedente legislativo es importante precisar que actualmente se discute en el Congreso un proyecto de ley que busca erradicar todo tipo de violencia y acoso en el ámbito escolar, cuyos antecedentes nacieron del impacto que significado los casos de suicidio entre quienes han sido víctimas de este acoso, tanto como estudiantes o docentes.
Conceptos que fueron respaldados por el abogado Quezada, quien relató que en Chile “no hay más de 28 sentencias en esta línea”, lo que no marca una jurisprudencia definitiva, pese a que las sentencias se refieren más al bullying que a hechos nacidos en el ámbito digital o virtual.
“No hay proceso sistemático que aborde estas prácticas, sino que lo hace a través de casos más vinculados a discriminación. Lo existente antes de 2019 se vincula con el bullying presencial y no virtual”, sentenció el jurista quien destacó que “cuando hay mal uso de los reglamentos de los colegios, también se recurre a los tribunales, desde las familias, sin embargo, no existe un proceso sistemático que canalice esta problemática, sino que se hace a través de normas más generales”.
Un caso que fue contratado con la legislación de Colombia, país que ha ido tomando cartas en el asunto de forma más específica, con medidas de “justicia restaurativa”, que tienen como fin evitar la expansión de las consecuencias en la comunidad educativa, mencionó Quezada.
“No basta con proyectos de ley, planes de acción nuevos o modificar la letra de una norma”, resaltó Karen Medina, quien puso en relieve la necesidad de establecer “una política pública fuerte, comprometida con la prevención y la promoción de sus derechos, que derive en una convivencia respetuosa, tal como lo hecho otros países como España, en donde la educación en el uso adecuado de las tecnologías ha sido clave para enfrentar el problema”.
Una cuarta intervención corrió por cuenta del abogado y magíster Eugenio Vásquez, docente del Área de Derecho Civil de la Universidad Andrés Bello, quien detalló las características de los acosadores, pero que además se detuvo en los efectos sobre las víctimas, con efectos que se pueden mantener durante el resto de la vida del afectado o afectada.
“Las informaciones o lo que se les dice a los niños, ellos lo asumen como verdad, desde el ratón de los dientes, el viejo pascuero y hasta las agresiones que sufren por redes sociales, que incluso han llevado a personas a quitarse la vida”, explicó el académico, para quien estas consecuencias “deberían obligar a tomar medidas de contención inmediatas por parte de las familias y medidas de protección, tanto por los Tribunales de Familia, como por la Fiscalía”, subrayó.
Incluso hizo acápite en la necesidad de proteger los derechos a la integridad física y psíquica, la protección del honor, y los que establece la Convención de los Derechos del Niño, y otras normas que están claramente amenazadas por estas agresiones.
Fue enfático al decir que “no hay que minimizar los daños y hay que actuar de inmediato”, incluyendo las acciones penales y civiles contra los agresores, que se pueden extender a todos los quienes hayan contribuido al daño, de forma directa e indirecta, considerando el daño moral, incluso extensible a los padres o responsables del agresor, en caso de ser menor de edad.