En la era digital, el acceso masivo a internet y el uso exponencial de las redes sociales han transformado radicalmente la manera de producir y consumir información. Sin embargo, este fenómeno, que ha traído numerosos beneficios, también ha facilitado la propagación descontrolada de desinformación. Este problema no solo afecta la veracidad de la información que recibimos, sino que pone en riesgo la integridad de nuestra democracia y los derechos humanos.
La desinformación se difunde más rápidamente que la información verificada. Estudios han demostrado que las noticias falsas llegan a más personas y se propagan con mayor velocidad que las verdades. Esta tendencia es particularmente preocupante en el ámbito político, donde las noticias falsas y la desinformación pueden alcanzar a decenas de miles de personas en cuestión de minutos, exacerbando divisiones sociales y manipulando la opinión pública.
La desinformación casi nunca es un fenómeno accidental; a menudo tiene objetivos claros y malintencionados. Puede ser utilizada para manipular políticamente, obtener ganancias financieras o desestabilizar la cohesión social. Esta intencionalidad subraya la naturaleza perniciosa de la desinformación, diseñada para influir y engañar deliberadamente a la población. Los efectos de la desinformación son graves y variados. En las democracias, representa una amenaza tangible al impedir que los ciudadanos tomen decisiones informadas. La propagación de información falsa socava la confianza en las instituciones y facilita el auge de discursos radicales y extremistas. En el ámbito de la salud, la desinformación puede llevar a comportamientos peligrosos y decisiones erróneas, como se observó durante la pandemia del COVID-19.
Para combatir la desinformación, es fundamental implementar estrategias efectivas. La alfabetización digital y el pensamiento crítico son herramientas cruciales que debemos fomentar en la sociedad. El fact checking, o verificación de hechos, se ha convertido en una práctica esencial para corregir inexactitudes y desmentir falsedades. Asimismo, es necesario considerar la existencia de algunas regulaciones legales que aborden la desinformación sin comprometer la libertad de expresión. Aunque algunas voces proponen la tipificación de delitos penales para sancionar la desinformación, es vital que cualquier legislación se equilibre cuidadosamente para no restringir los derechos fundamentales. Lo importante es evitar que, bajo la excusa de combatir la desinformación, se termine censurando a quienes piensan distinto.
La desinformación en la era digital es un reto complejo que requiere una respuesta multifacética. Desde la educación y la alfabetización digital hasta la implementación de mecanismos de verificación y posibles regulaciones legales, todos debemos colaborar para proteger nuestra democracia y nuestros derechos humanos.
Finalmente, considerando los graves daños que la desinformación genera, son bienvenidos los esfuerzos del gobierno, especialmente los de la ministra Vallejos, para crear conciencia sobre este fenómeno y su llamado a combatirlo. Sin embargo, resulta paradójico que, hasta hace pocos años, la misma ministra, así como muchos dirigentes que hoy son gobierno, utilizaran sus plataformas de expresión para afirmar que en 30 años de democracia no se había hecho nada para mejorar la vida de las personas o para denunciar la supuesta existencia de un centro de tortura en una estación del metro sin verificar la veracidad de hechos gravísimos denunciados en medio de un clima de tensión extrema vivido en pleno estallido social. Es positivo que la ministra haya experimentado una epifanía que le ha permitido entender que la desinformación es perjudicial para la democracia. Esperemos que, cuando vuelva a estar en la oposición, nunca más incurra en las mismas prácticas nocivas que hoy combate con tanto ahínco. Eso se llama coherencia.
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