La Ley General de Educación, que establece una serie de reglas sobre convivencia escolar, incluye una definición de acoso escolar, como “toda acción u omisión constitutiva de agresión u hostigamiento reiterado, realizada fuera o dentro del establecimiento educacional por estudiantes que, en forma individual o colectiva, atenten en contra de otro estudiante, valiéndose para ello de una situación de superioridad o de indefensión del estudiante afectado, que provoque en este último, maltrato, humillación o fundado temor de verse expuesto a un mal de carácter grave, ya sea por medios tecnológicos o cualquier otro medio, tomando en cuenta su edad y condición”.
Además, la ley regula el deber de todos los integrantes de la comunidad de propiciar un clima que promueva la buena convivencia, de manera de prevenir el acoso escolar. En el caso de los profesionales, dispone el deber de informar las situaciones de violencia física o psicológica, para efectos de que la autoridad del establecimiento implemente estrategias correctivas, pedagógicas o disciplinarias. Como se puede notar, la ley no está centrada en las víctimas del acoso, sino que en las medidas que puede adoptar el establecimiento respecto de los perpetradores, y en relación con la buena convivencia escolar general, por lo que hay un déficit legislativo en ese aspecto.
Por otro lado, es importante señalar que la ley no ha sido concebida para situaciones que ocurren en el ciberespacio, es decir, se regula la buena convivencia escolar sobre la base de su consecución en espacios físicos (dentro o fuera del establecimiento), pero no en el ambiente digital. Esto sugiere la necesidad de una regulación expresa del ciberacoso, considerando, además, la intensificación del riesgo de publicidad (por las probabilidades de “viralización”) y de permanencia (por la existencia de una “huella digital”) en tal situación.
Asimismo, la comisión de conductas constitutivas de ciberacoso, puede conllevar impunidad por las posibilidades de anonimato en el ciberespacio, y la imposibilidad de acceder, por parte de los establecimientos educacionales, a procedimientos tecnológicos que permitan identificar a sus autores. En efecto, es preciso considerar que estas conductas no son constitutivas de delito, salvo cuando impliquen la comisión de un delito de pornografía infanto-juvenil, o bien, la configuración de un delito contra la intimidad. En ese sentido, los establecimientos educacionales difícilmente contarán con los procedimientos para identificar y sancionar a quienes hayan incurrido en esa conducta (procedimientos con los que cuentan, el Ministerio Público o las policías).
Finalmente, se plantea un desafío adicional tratándose de las sanciones, pues en el ciberacoso educacional generalmente se encuentran involucrados menores de edad, incluso más, menores de edad inimputables (menores de catorce años), en los cuales las sanciones represivas pueden no producir el efecto racional pretendido de reprochabilidad de sus comportamientos y prevención futura.
En definitiva, las medidas frente a los casos señalados deberían apuntar a la prevención de comportamientos, por la vía de la educación sobre el ethos reprochable del ciberacoso, como conducta particular y distinguible del acoso general: para tal propósito parece indispensable realizar un trabajo conjunto con los padres y apoderados de las comunidades escolares.
En la actualidad parece que se ha avanzado en ese aspecto, pero aun así el acento se encuentra en la represión a través de sanciones.
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