Académico Departamento de Humanidades,
UNAB, Viña del Mar.
Hablar de Venezuela es, a estas alturas, introducirse en una madeja de difícil comprensión y solución. Las tensiones regionales producidas por el impacto de las sucesivas oleadas migratorias provenientes de ese país se han vuelto evidentes, latentes y preocupantes, o al menos así lo demuestra la construcción de un discurso más o menos homogéneo en todo el vecindario latinoamericano. Esto no es nuevo, pues el miedo al otro es un fantasma recurrente y una pulsión constante que, en ocasiones, opera casi a niveles inconscientes, como si de un acto reflejo se tratara. Si revisáramos los archivos de prensa que tratan la llegada, instalación o integración de inmigrantes —latinos o europeos, blancos o no— en los distintos estados latinoamericanos, con el paso del tiempo, desde fines del siglo XIX hasta principios del siglo XXI, los discursos frente a esta realidad no han variado mucho, sino que se han mantenido en un nivel altisonante (no necesariamente masivo) y con periódicas variaciones que van desde la moderación y la templanza, a la desmesura y, en ocasiones, el delirio. Generalmente, esto último, tiene una relación sinérgica con el nacionalismo: se nutre de este, a la vez que lo potencia. En los últimos años las redes sociales han amplificado el factor “delirio”, sembrando ideas fortalecidas al amparo de informaciones parciales o derechamente falsas, masificando teorías conspirativas sin ningún asidero real y propuestas que parecen venir desde los rincones más oscuros de las plataformas digitales. Estos discursos, que miran de cerca la xenofobia, el populismo y las versiones más radicales de un nacionalismo con problemas estructurales, enganchan con las sensibilidades de un sector de la población que es susceptible de ser permeado por estas retóricas del miedo y que han aumentado sus niveles de desconfianza (con y sin razón) debido al incremento real de la inseguridad. Así lo proponen organismos y observatorios internacionales que han dado cuenta del aumento de crímenes violentos en la región. Un dato no menor: InSight Crime —observatorio norteamericano enfocado en el análisis del crimen organizado— aseguraba que en América Latina y el Caribe se cometían cerca de un tercio de los crímenes violentos a nivel mundial, una cifra impactante si se considera que el territorio abarcaría cerca del 8,2% de la población total global, según la CEPAL.
En todo esto, ¿qué es ficción y qué es real? En el último tiempo hay una línea difusa entre ambas, lo que influye directamente en a) la sensación de inseguridad y b) la masificación y adhesión a discursos y retóricas extremas. Un ejemplo evidente es la construcción de un discurso ficcional, en el sentido de la creación de una narrativa que se intenta imponer como cierta, e, incluso, un ejercicio de metaficción, es decir, la imposición de un relato, el cual se nos recuerda constantemente como ficticio, pero cuya finalidad sería problematizar y, en la medida de lo posible, quebrar las fronteras con la realidad. En pocos días, hemos tenido evidencias. Primero, el canciller venezolano, Yván Gil, afirmó que “el Tren de Aragua es una ficción creada por la mediática internacional” que tendría como fin el desprestigio de Venezuela. Segundo, en menos de una semana, Tarek William Saab, Fiscal general de dicho país, aseguró que la organización criminal sí existió, pero fue “completamente desmantelada” durante el 2023. Por último, el presidente y líder del régimen, Nicolás Maduro, propuso un tercer relato: la organización sí existe, pero no operaría en Venezuela, sino que habrían sido traídos a Chile mediante la invitación del fallecido expresidente Piñera, en el contexto del acto contra el régimen en Cúcuta, Colombia. No existe; existió, pero ya no; sí existe, pero no aquí. Las tres posturas antes presentadas, así como el mismo acto en el cual participó Piñera, son parte de un esfuerzo por construir un relato de ficción y metaficción: buscarían monopolizar la interpretación de la realidad, creando un hilo argumental que procure la adhesión de diversos sectores de la ciudadanía latinoamericana. La existencia del Tren de Aragua es evidente, así lo afirman distintas investigaciones, observatorios y trabajos de inteligencia estatal. ¿Por qué se sigue el camino de la ficción? Me parece que habría una intencionalidad en la búsqueda de generar un impacto, crear confusión y alimentar ficciones que logren inmiscuirse en la opinión pública. Por ejemplo, qué duda cabe de que hay grupos que están dispuestos a creerle a las autoridades venezolanas, achacando la mala intención latinoamericana contra un régimen elegido democráticamente, a la mala prensa, a los poderes fácticos o al imperialismo yankee. Por otra parte, la confusión está presente en quienes creen que todo lo que sucede a nivel criminal en América Latina es fruto y obra de los de Aragua —desde supuestas monjas con cadáveres en maletas, hasta una oscura intencionalidad en la aplicación del Censo—. Lo cierto es que cuando se difumina la línea entre ficción y realidad, se crea un espacio de fermentación que puede ser peligroso y, esperemos que no, parece estar cerca: los populismos se alimentan de la ficción, juegan con la metaficción y, así, construyen su realidad mediante la imposición de un discurso. ¿Se puede nuevamente dibujar las líneas que separan la ficción de la realidad? ¿Se quiere?