Por Tomás Barrera (22 años), nieto de detenido desaparecido.
Recuerdo que cuando era niño preguntaba por mi abuelo, pues no sabía nada de él. Me generaba curiosidad porque mis compañeros sí tenían y hablaban de ellos. A mi papá hasta el día de hoy le cuesta hablar de él y de lo que pasó. Mi abuela, quien era mi figura materna, se mantenía en silencio, un silencio ensordecedor. Sin embargo, recuerdo muy bien haberla acompañado a reuniones donde se juntaba con otras mujeres que también llevaban una fotografía en blanco y negro colgada en el pecho. Al tiempo supe que el hombre de la foto era mi abuelo. Su nombre es José Guillermo Barrera Barrera, fue detenido en su casa en Curacaví cuando tenía 30 años y nunca más supimos de él.
Me acuerdo que el día que mi abuela me contó lo que realmente había pasado con su marido, yo no entendí mucho, pero mi instinto hizo que la abrazara y lloramos juntos. A partir de esa conversación nuestra relación fue mucho más íntima. Ella era una mujer luchadora y muy cálida. Lamentablemente falleció el año pasado y cuando miro sus fotos veo mucha tristeza en sus ojos, a pesar de eso nada la paralizó. Creo que esa misma tristeza cargamos hoy los nietos, pues la desaparición forzada no afecta solo a la persona desaparecida, es un trauma que traspasa las generaciones.
Yo siempre digo que en mi familia hubo un silencio permanente. Lo que pasó tras el golpe de Estado es un tema del que se habla muy poco. Sin embargo, recuerdo con nitidez cada 14 de marzo, día de la desaparición de mi abuelo, cuando nos reuníamos como familia simplemente a pensar en él. En la inocencia de niño, siempre me pregunté por qué había mucha tristeza ese día, siendo que generalmente nos juntábamos para reír y celebrar.
Mi abuelo era el sustento económico de la casa. Ante su ausencia mi abuela tuvo que salir a trabajar, así que su tiempo lo dividía en eso, en la búsqueda de su marido y sus hijos. Creo que la segunda generación, es decir los hijos de las víctimas, quedaron muy solos.
Es imposible dejar de pensar dónde estará mi abuelo. Hay personas que recuerdan haberlo visto en diferentes centros de detención en Santiago. Los testimonios coinciden en que se le veía muy maltratado producto de las torturas. Ya han pasado casi 50 años, pero la necesidad de cumplir con el rito de ir al cementerio a dejarle flores sigue siempre vigente.
Lo que yo aprendí de la dictadura no fue necesariamente por lo que me contaron en mi familia, desde muy pequeño sentí interés por aprender y hacer algo para evitar que esos hechos vuelvan a ocurrir. A los 15 años me convertí en voluntario del Sitio de Memoria del Estadio Nacional, luego trabajé en el Museo de la Memoria y actualmente estoy en la Fundación Víctor Jara. Todo esto me ha ayudado a tener más empatía con mi familia y de esa forma poder entender sus silencios.
Actualmente tengo 22 años, pertenezco a la tercera generación de familiares de las víctimas y estudio Historia en la Universidad de Chile, lugar que me ha permitido coincidir con otros nietos de víctimas y desde allí construir espacios de contención que me han permitido sobrellevar todo de una mejor manera. El daño que generó la dictadura no es un dolor solo del pasado, mientras no encontremos a nuestros familiares la herida seguirá abierta.